viernes, 8 de julio de 2011

El A, B, C de la lucha contra la corrupción política

Por Jorge Augusto Barbará
Coordinador de los Equipos Técnicos de Primero la Gente
Miembro de Civilitas


Supongo que ninguna persona sensata se atreverá a negar que, en nuestro país, se encuentra instalada en la opinión pública la idea de que la enorme mayoría de los funcionarios públicos que conforman la denominada planta política de las estructuras estatales, quienes desempeñan cargos electivos y/o los candidatos a ocupar tales cargos, es decir, quienes popularmente y de manera un tanto inespecífica, son identificados como los “políticos”, tienen como principal objetivo de dicha actividad su propio enriquecimiento personal.

No ingresaré aquí a analizar si esa creencia popular ampliamente extendida se corresponde o no con la efectiva existencia de lo que sería una dolorosa red de corrupción política existente desde hace mucho tiempo atrás en nuestro país o si, por el contrario, se trata de una creencia popular injustificada.

Sea una cosa o la otra, lo que, sin dudas, está claro es que si alguno se atreviese a sostener en una conversación cotidiana que se trata de la segunda opción, sería automáticamente tildado por sus interlocutores como ingenuo, inocente o, incluso, podría llegar a recibir como respuesta calificativos algo más soeces hacia su persona.

Obviamente que es más grave que efectivamente exista una red estructural de corrupción que estar en presencia sólo de una creencia injustificada acerca de la existencia de la misma. Pero, con independencia de ello, debemos tener en cuenta que la situación de descreimiento en la altura moral de la clase política que vive la sociedad argentina, resulta, en sí misma, catastrófica para la conformación del tejido social y, con ello, para el logro de algún tipo de progreso real y sostenido de un Estado Nacional.

Constituye una verdad de Perogrullo afirmar que una sociedad que descree en la idoneidad moral de sus autoridades es una sociedad propensa a incumplir la ley. Frases tan cotidanas como la ya tradicional “para qué voy a pagar impuestos, ¿para que se lo roben?”, ponen en evidencia, de manera dramática, esta situación.

Ahora bien, es harto sabido que un paso absolutamente necesario para afrontar la lucha contra la corrupción de manera efectiva es, a su vez, un paso necesario para luchar contra la idea o creencia acerca de la existencia de corrupción.

Ese paso al que hago referencia consiste en facilitar y fomentar el acceso a la información sobre las decisiones estatales, en especial las que involucran el manejo de los recursos públicos, con detalle y de manera rápida y expedita, por parte de la ciudadanía en general y con las menores restricciones posibles. No el acceso por parte de sólo algunos grupos u organizaciones específicos sino de toda la ciudadanía pues, a la postre, esa información nos pertenece a todos.

Sin este paso, que conforma el A, B, C de la lucha contra la corrupción política, jamás se podrá luchar adecuadamente contra la corrupción misma ni contra la creencia popular de que ésta se encuentra enquistada y escandalosamente extendida.

Mientras a la comunidad le esté vedado el acceso real a la información concreta y veraz, dependeremos de entes de fiscalización (sean judiciales o administrativos) que, por definición, serán débiles cualitativa y cuantitativamente frente a la poderosa e inconmensurable maquinaria estatal que queda, en buena medida, a merced del gobierno de turno. Sólo la comunidad en su conjunto, con acciones individuales u organizadas, a través de organizaciones sociales, políticas, económicas, religiosas y/o de la más diversa especie, institucionalizadas o no institucionalizadas, tiene la capacidad cuantitativa y cualitativa para controlar semejante estructura estatal. Por cierto, ese control deberá canalizarse, al momento de accionar alguna irregularidad por las vías legales e institucionales pertinentes pero, el control en sí mismo, es insusceptible de ser llevado a cabo por algún ente de fiscalización específico.

Es que sin información jamás sabremos cómo verdaderamente se canaliza nuestro dinero y nuestro esfuerzo como Estado. Sin información, siempre nos veremos obligados a imaginar lo que ocurre en un Estado que, en verdad, es de todos o, si se quiere, somos todos.

Y, lo que es tanto o más grave, mientras exista esa veda al acceso a la información, habremos reducido el debate público a meras afirmaciones de principios absolutamente vagas, voluntaristas e inespecíficas, a ideologizaciones abstractas que confunden más de lo que aclaran y que, en muchos casos, se sitúan más del lado del discurso mágico que del racional. Mientras a la comunidad nos esté vedado el acceso a la información de manera ágil y sencilla no podremos saber cuándo nos mienten, cuándo nos venden utopías impracticables o cuándo nos dicen la verdad o se nos presentan propuestas razonables. Habremos, pues, reducido el debate público a un mero spot publicitario, a una idea intuitiva sobre tal o cual candidato o a lo que imaginemos sobre sus supuestas habilidades para conducir políticas públicas y representarnos debidamente.

En nuestro país, en general, lo que se ha venido haciendo en esta materia es sólo maquillaje o, cuanto menos, insuficiente. Basta seguir los inconvenientes que el propio periodismo especializado tiene para acceder a la información sobre el uso de los fondos públicos (lo que se percibe de manera nítida cuando lo que se investiga son los casos de corrupción), para darnos cuenta de la insuficiencia que tenemos en esta materia.

Entre otras técnicas tendientes a evadir el suministro de la información por parte de los gobiernos de turno, una ya típica consiste en sancionar nueva normativa, presentarla como todo un “avance” en la materia, pero que, además de ciertas restricciones sustanciales que la misma sigue manteniendo para no alterar el statu quo, se torna inoperativa por deficiencias de distinto tipo en la gestión de su efectiva implementación.

Tomemos como ejemplo la situación en la Municipalidad de Córdoba a partir de un estudio realizado por la Red Ciudadana Nuestra Córdoba entre septiembre de 2010 y abril de 2011.

Dicha Red presentó 81 solicitudes de información en ese período a la Municipalidad de Córdoba. Sólo recibieron respuesta 24 solicitudes, o sea, menos del 30%.

Es posible que haya que matizar los rechazos de solicitudes a partir de lo que pudo significar algún rechazo previo a la promulgación de la nueva Ordenanza en la materia (Nº 11.877) con fecha 20/12/2010, considerando que, tal vez, a partir de la misma algún rechazo no se hubiese producido o, incluso, podría afirmarse que, quizás, alguna de las solicitudes que no tuvieron respuesta en verdad no había estado correctamente planteada y ello impidió su respuesta.

Sin embargo, matizado y todo el análisis del dato, el número resulta contundente: menos del 30% de las solicitudes de información no recibe respuesta. Es demasiado poco lo que se informa. No sólo la información disponible vía internet es extremadamente limitada (en los tiempos que corren debiera ser asumido como un fantástico canal de comunicación del manejo de los fondos y de las decisiones públicas) sino que, lo que es peor, efectuadas las peticiones concretas (lo que supone un costo y algún nivel de experticia para plantear la petición administrativa), éstas no reciben respuesta en la inmensa mayoría de los casos.

Es más, si analizamos cuáles fueron algunas de las áreas municipales que no dieron ninguna respuesta a las solicitudes planteadas, el dato resulta más que sugerente: Secretaría de Economía, TAMSE, CRESE y Secretaría de Desarrollo Social y Empleo. O sea, áreas, servicios o empresas que se encuentran bajo la lupa de la sociedad y que son definitorias del modelo de gestión municipal.

Una situación semejante –o incluso peor- se da a nivel provincial, de acuerdo a los estudios de la Red Ciudadana Nuestra Córdoba.

No abordaré aquí las falencias de la Ordenanza Nº 11.877 ni la situación provincial o nacional. Dejaré esos análisis para otra oportunidad pues ahora sólo pretendía ejemplificar, de manera concreta y con datos reales, la forma en que nuestras organizaciones estatales, incluyendo una organización municipal en donde este tipo de situaciones debieran ser de más fácil solución, presentan deficiencias estructurales a la hora de afrontar en serio y no sólo desde la retórica discursiva, al lascerante fenómeno de la corrupción. Comencemos por lo que corresponde, permitiendo que la luz ingrese a los oscuros sótanos del manejo de los fondos públicos

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